Se llama Sakher y tiene siete años. Su padre y su abuelo lo llevan de la mano por las calles del campo de refugiados de Jelazoun (Cisjordania, Palestina). Es un niño introvertido y callado que se emociona sólo al hablar del Real Madrid. Entran juntos al centro de jóvenes del campamento. Sakher nunca ha visto un circo, y hoy toca estrenarse. “En mis tiempos, en Lydda (Lod), iban malabaristas y saltimbanquis de vez en cuando… Hace media vida que no los veo“, dice el abuelo, recordando los tiempos en los que vivía en lo que hoy es suelo de Israel. Ni su hijo ni su nieto han tenido nunca un trapecista o un equilibrista cerca. No ha habido lugar para la magia del circo en este campo con 11.000 almas, asfixiado por la falta de alcantarillado y el hacinamiento en las escuelas, a siete kilómetros al norte de Ramala, tan cerca y tan lejos de la capital. Enclavados en una ladera rocosa, tomar la carretera sinuosa para ir a “la ciudad” cuesta demasiado dinero. Y nadie nada en la abundancia en Jelazoun. Por eso hoy es un día de fiesta, un día de corazones abiertos, de expectativa, de ansia de disfrutar. Es lo que hacen unos 200 niños y unas dos docenas de adultos escapados hasta esta pista de juego hoy cubierta para dar sombra a los artistas, los especialistas de la Escuela de Circo de Palestina (unos 15) y los voluntarios de Alemania, Francia, Estados Unidos, Noruega y España (otros tantos), que durante julio y agosto están de tour por Cisjordania derrochando entrega.
No es el primer año sino el cuarto que se deciden a recorrer los campamentos de refugiados y las escuelas de la zona abriendo ventanas a la expresión artística de un pueblo castigado por la ocupación. Jessika Devlieghere, cofundadora de la escuela de Ramala junto a Shadi Zmornod, conoce el desdén con que se suele tratar al circo en todo el mundo, “un arte menor, dicen algunos”, pero ni esa crítica ni las cejas arqueadas de los que ven infantil combatir el dolor con cuerdas, bailes y mazas paran su iniciativa verano tras verano. “¿Circo en Palestina? Siempre lo desdeñan. Pues sí: arte en Palestina. Queremos fortalecer la identidad palestina desde este otro ángulo del arte. El circo es cooperación e intercambio, y eso es básico en una población en zona de conflicto. Nuestra escuela quiere crear profesionales, difundir las diferentes variantes que engloba nuestro oficio y potenciar la creatividad de los chavales, porque una sociedad no sólo se construye desde las instituciones políticas”, defiende. Todos los cooperantes que han viajado este año a los Territorios Ocupados comparten esa visión: el circo como pedagogía, como educación corporal, emocional y social. Por eso hay quien repite de otros años, quien se ha quedado “enganchado” con esta tierra.
Es el caso de Marta, española, especialista en telas, y Camila, noruega, equilibrista en cuerda bajo su disfraz de gato. “Aquí todos enseñamos y todos aprendemos, sobre todo llevando el circo allí donde no pueden disfrutar del arte tan a menudo. A los niños les encanta, aprenden muy rápido, cuando les das la oportunidad todo funciona. Es necesario expresarse… A pesar de todo la gente sigue bailando y disfrutando y por eso la ocupación no está ganando, porque los palestinos no responden con violencia sino con risa, con arte, con cohesión entre la gente“, dice la española, periodista de profesión y artista vocacional. Camila, la única que realmente se gana la vida profesionalmente haciendo figuras en el aire, dice que su viaje anual a Palestina la beneficia a ella más que a los pequeños. “Ellos le dan un sentido total a mi trabajo, son buenos y lo expresan con mucha pasión… Me encantan los niños de aquí, tienen mucha fuerza y mucha alegría a pesar de todo”.
Una decena de espectáculos son las que están acometiendo este año, que les han llevado a escuelas y campos de refugiados de Nablus, Ramala, Nebróen n, Belén y Jerusalén Este, donde participaron además en uno de los festivales más prestigiosos del verano, el Yabous Jerusalem Festival. Tienen los medios justos: colchonetas, trapecios, algunas caretas, cuerdas y telas, mazas… A los niños no les importa. Sakher y sus amigos (Fathma, Ismail, Mohammed, Yasser) miran el escenario improvisado con desconcierto al principio, callados de pura concentración más adelante, sonrientes y cómplices al final. No saben cómo se llama cada elemento ni las disciplinas, saben que es movimiento, diversión e intensidad. Se nota en los aplausos del público: tímidos pasando por agradecidos y finalizando entregados. (Bien, vale, algunos no lo entienden y se limitan a bailotear o a seguir el ritmo de la batería, pero son poquísimos frente a la masa atenta). “No tenemos dónde entretenerlos, la escuela ahora no funciona en verano y, aunque la gente de la UNRWA hace lo que puede, no es suficiente”, explica Hayat, ama de casa, madre de tres niños, que mira curiosa por la ventana del centro, ávida también ella de un poco de distracción, de sueños y alegría. Desde la dirección del campo abundan en ese lamento: con familias de siete miembros de media, es imposible pagar un taxi o billete tras billete de autobús para ir a buscar arte o diversión a Ramala, lo que más cerca les viene. Estando a 15 minutos de la actual capital palestina, la misma en la que proliferan hoteles de cinco estrellas y edificios de grandes empresas y restaurantes chill out, no tienen acceso a nada que signifique evasión. Con la mirada clavada en el techo, uno de los responsables calcula: “Puede que el 85% de estos niños, que son la mitad de nuestra población, nunca haya salido de Jelazoun“. Los niños de campos como Al Amari, enclavados a las puertas de Ramala, pueden ir andando a cualquier acto, convocatoria o espectáculo. Hace un mes, sin ir más lejos, tenían unos dos kilómetros el primer Picasso que pisaba Palestina. Los de Jelazoun no. “Son generaciones que nacen, viven y mueren aquí, cuando no son de aquí, sino de la región de Ramla”, se lamenta el portavoz improvisado.
Los niños miran con envidia a Lur y Alaa, dos niñas palestinas que están colaborando con los artistas estos días, que viajan por Cisjordania, que hablan inglés, a las que el aguijón de la vocación se les ha clavado y ya sólo quieren circo, circo y circo. “Yo no sé si quiero hacer lo que ellos, es que no sé qué es”, decía cerca de ellas Fadi, un chico de 11 años que pensaba que en el circo sólo había payasos. La semilla ya está sembrada porque, más allá de un rato de paz en la rutina implacable de estos menores, lo que está haciendo la Escuela de Circo de Palestina es formar profesionales. Lo lleva haciendo desde 2006 y sus profesores han atendido ya a 300 estudiantes. Tres de ellos, afirma orgullosa Jessika, trabajan como profesionales por medio mundo. Ahora mismo hay un centenar de chavales que acuden a clase, en Al Tira, en un edificio de formació profesional prestado por la Iglesia Evangélica. El año próximo tendrán sede propia en Bir Zeit, con espacio para la danza incluido. “Empezamos mal, con la guerra de Líbano parecía que íbamos a tener que parar, pero no, justo aquel agosto nos entrenamos, y hasta hoy”, relata la ideóloga de la escuela.
La idea surgió de un “fuerte compromiso” de Jessika y Shadi con la causa palestina y después de ver en “cientos de ocasiones” el desgaste de la infancia en esta tierra. “Ven sus hogares destrozados, les quitan sus tierras de labor, los someten y humillan en checkpoints, sufren abusos, detenciones arbitrarias y asesinatos, y luego los ves vendiendo dulces o limpiando cristales en el paso de Qalandia… Teníamos que hacer algo por su desarrollo físico, mental y artístico, y el tiempo nos está dando la razón”, explican las bases de la escuela. La palabra que más repite Devlieghere es “transformación social“, la de un pueblo que lleva “63 años sin poder canalizar su emoción porque está vetado”. “Si no puedes ni cantar tus penas, ni reír tus desgracias, si no puedes hacer mimo para irradiar lo que sientes desde la contención, si no tienes libertad para dominar el aire con acrobacias, si sientes tu cuerpo aprisionado… Es como si no te dejaran bailar, o pintar o cantar. El circo es un arte mundial porque el ser humano tiene necesidad de él, de expresarse a través suyo. ¿Cómo no iba a instalarse también en Palestina?”, insiste. Tanta fuerza está tomando la Escuela de Ramala que atrae eventos a escala mundial. Sin su aliento a estas artes en Palestina sería imposible, por ejemplo, la primera edición de Festiclown Palestina, un festival de circo, clown y risoterapia organizado por Pallasos En Rebeldía.
Será en septiembre cuando llegue el nuevo soplo de libertad a Cisjordania, cuando se abran nuevos agujeros en el tiempo monótono y triste de los refugiados. Es apenas una hora y media larga de sueños la que han vivido en Jelazoun, lo justo para pintar sonrisas y alejar miedos. Los niños como Sakher (también niños ahora su padre y su abuelo, de la mano) regresan a casa por caminos polvorientos, sin asfaltar, jalonados de contenedores ardiendo, de retratos de Arafat, de casillas bajas, antiguas tiendas de tela, el sello del refugiado. A la espera de que lleguen pronto nuevas sonrisas.
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